ALICANTE. Eladio Aniorte (Orihuela, 1941) nació una noche de San Juan en el seno de una familia de agricultores, aunque su padre siempre quiso que estudiara, «por lo que fui a la escuela y luego al colegio de Santo Domingo». Pero no se considera un buen estudiante: «Luego fui a la academia Almi a estudiar contabilidad y recibir una enseñanza propia de aquélla época».
Sin embargo, a él le gustaba el campo; «Teníamos finca propia y mi padre me hizo aprender todas las tareas que allí se realizaban, además me decía que para saber mandar había que saber hacer». La figura de su padre la recuerda en este arranque de la conversación: «tenía un título en huertano, es el conocimiento de que nunca una cosecha es igual que otra y que se puede sembrar, pero no sabes lo que vas a recoger».
Así que comenzó, como ocurre en los negocios familiares, poco a poco a trabajar la tierra. «Con catorce años mi padre compró el primer tractor y lo conducía yo». también llevaba una moto, con quince años, cosas de aquellos tiempos, digo yo.
El negocio familiar marchaba bien, «íbamos a las ferias de ganado en Dolores, Murcia y Orihuela a vender las crías de las yeguas, comprábamos y vendíamos semillas, ganado y algodón, comerciábamos con toda clase de productos agrícolas». Así fue creciendo hasta que «me hice mayor y monté mi propio negocio con los seguros agrícolas, trabajaba para los vecinos labrando sus tierras». Fue una época buena, recuerda: «Me juntaba con gente mayor, íbamos a Alicante y vivíamos de la huerta y para la huerta».
Se casa en 1966. Su mujer residía con sus abuelos en la calle Alona de Alicante: «Ella es de Rafal, de una familia acomodada, es profesora de piano, pero había perdido a su madre a los seis años». Se pone a trabajar en una fábrica porque «la primera cosecha de la tierra que me dejó mi padre se la llevó una riada». Así que logró entrar en la fábrica El Oriol, de insecticidas, y después pasó a Celtiagraria, donde estuvo quince años trabajando, aunque «nunca abandoné las labores agrícolas, ni dejé de vivir en Callosa y doblaba los presupuestos de ventas, cosa que mi jefe no entendía».
Al final, decide emanciparse y montar sus propias empresas, «una inmobiliaria y una firma importadora de abonos, de nitromagnesio con la multinacional alemana Baff y me encargaba de todo». Por esta época, llega la democracia a este país: «Mi suegro, Martín Salinas, era amigo de Lamo de Espinosa, que quería la implantación de organizaciones agrarias y me lo ofrecieron así que, como siempre he sido atrevido, acepté».
Era el año 78 cuando se montó Asaja «en el capó de un coche Talbot, donde llevábamos la oficina». Así empezaron y, después de varias transformaciones, «aquí estamos». Son más de treinta años y su organización ha crecido hasta extenderse por toda la provincia: «Tenemos 25 empleados, todos mejores que yo, desde abogados, ingenieros, químicos y a más de ocho mil asociados». Aunque a él no le gusta decirlo admite que es la organización agraria más representativa de su sector, pero se ruboriza si lo comenta.
Pero este bagaje no le es un obstáculo para volver a sus orígenes. «Sigo conservando las tierras que heredé de mi padre y de mi suegro; dos fincas en la Vega Baja, que riega el río Segura, un río -dice con orgullo- que puede regar los productos agrícolas para que coma media Europa».
Estamos en un momento en que, asegura, «las gentes de la Vega Baja y del Campo de Elche han vuelto a la tierra, el campo ha vuelto a ser una fuente de riqueza». Pero se lamenta de eso que llaman globalización, porque «ha provocado un negocio de espabilados, de intermediarios entre el agricultor y el consumidor». Y pone un ejemplo: «El precio del limón siempre es caro, lo ganan los que están entre los agricultores y las grandes empresas».
Se lamenta de que en algunas cosas no imitemos a los franceses, que defienden sus intereses y tienen unas normas que respetan, «mientras a nosotros nos hacen la vida imposible respetan a los marroquíes porque allí tienen intereses». De la última etapa política también se queja: «Hemos estado ocho años sin ministro de agricultura, no por ser socialistas, porque hubo otros socialistas que sí lo fueron».
Otro de los problemas con los que tienen que luchar sus agricultores son «los amigos de lo ajeno, que se lo llevan todo y, no solo es el problema del robo, sino los desperfectos que a veces se causan, que son todavía más importantes». Cree que el problema radica en la Ley: «Hay que demostrar que el robo asciende a más de 300 euros pero, como digo, a veces los daños son mucho mayores y no se tienen en cuenta».
Aún así es optimista. «Me gusta el futuro, la vida, la huerta... disfruto mucho en el campo». Su pasión son las motos, los coches antiguos y restaurados especialmente, además de tener «un museo de objetos antiguos de la agricultura, he procurado no desprenderme de aquello que utilizábamos, hay quien se acuerda de todo esto cuando ya no lo tiene».
Pero, especialmente, tiene fe en las personas: «He conocido gente que sin cultura ni títulos, pero con una cabeza y dos brazos, ha sido capaz de llegar muy lejos». En el fondo sigue recordando a su padre cuando le enseñó, a su manera, aquello de que, para ser el primero hay que aprender antes a ser el último.
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