Michael es hortelano, labora la tierra. Lo que le diferencia de otros colegas de oficio, sin embargo, es que él, cada día, para llegar a su huerto entra en un ascensor y pulsa el botón de la planta 11. Quizás también haga ese gesto tan urbano de levantar el mentón y mirar al frente sin horizonte, hasta que se abren las puertas del ascensor y sale al terrado. Así comienza su jornada laboral en el pionero Brookling Grange, el mayor huerto urbano del mundo situado en una azotea.
Una parcela de tierra con aproximadamente una hectárea, que corona dos edificios de la ciudad de Nueva York con impresionantes panorámicas sobre Manhattan. Allí se cosechan todo tipo de verduras y hortalizas siguiendo principios orgánicos y ecológicos. Por la azotea también campan algunas gallinas ponedoras de huevos. Michael es uno de los cientos de urbanitas que están contribuyendo con su granito de arena, o mejor dicho con unos cuantos contenedores de tierra fértil, a ruralizar las grandes capitales del mundo.
Brooklyn Grange nació en el 2010 con la ambición de crear un modelo sostenible de agricultura urbana y promoverlo en las ciudades. Hoy funciona como un negocio rentable que suministra lechugas, pimientos, zanahorias, judías, rábanos, acelgas, coles, hierbas aromáticas y más de 40 variedades de tomates, todo recién cogido, al vecindario y a los restaurantes de la zona, de forma directa, en mercados semanales o pequeños comercios del barrio. Y tiene planes de expansión por otras azoteas.
Según Anastasia Cole, cofundadora de Brooklyn Grange, “la ciudad siempre dependerá de las granjas rurales para alimentarse; pero tenerlas también dentro de sus límites y aprovechar los terrados en desuso tiene un gran potencial: mejoran la calidad de vida urbana, crean puestos de trabajo, facilitan el acceso a verdura fresca y saludable y procuran educación ambiental y agrícola a todos aquellos que viven en la ciudad y la aman”.
Una de las cuestiones que se dirimen, más que entre campo o ciudad, es entre lejanía o proximidad. Hoy, los alimentos que se ponen en la mesa pueden provenir de cualquier punto del planeta. Y esto implica largos transportes (más consumo de energías fósiles, más contaminación), necesidad de conservación de alimentos (aditivos, irradiación de alimentos y otros tratamientos), exceso de envasado y embalaje (más residuos) y, desde luego, pérdida de frescura (merma de sabor, aroma y de valor nutricional).La oenegé Grain, que trabaja por la “soberanía alimentaria” y la agroecología, estima que el modelo de agroindustria imperante, con su modo de cultivo y sistema de transporte que cruza los cinco continentes, causa hasta la mitad de las emisiones actuales de CO2.
El logo de la campaña Capital Growth, impulsada por el Ayuntamiento de Londres, es muy gráfico: una línea de metro de color verde con distintas estaciones y ramales que finalizan en brotes de verdura y fruta sirve para explicar el proyecto. El reto de crear 2.012 nuevos huertos en la ciudad de Londres entre los años 2009 y 2012 se superó. Y hoy la campaña consiste en estimar qué cantidad de alimentos se podría potencialmente cultivar en la capital londinense. La iniciativa, gestionada por la London Food Link –coordinadora de una red de organizaciones que apoyan un sistema alimentario sano, sostenible y ético– con plena colaboración y apoyo de las administraciones (pequeñas subvenciones, formación, asesoramiento…), ha involucrado ya a 99.000 personas. “La ambición de Capital Growth –explica su responsable, Ross Compton– es cultivar en Londres un millón de comidas. Y aprovechar el potencial de producir comida en las ciudades para reducir los alimentos millas (que se cultivan lejos de donde se consumen) y sacar provecho de los productos de desperdicio integrándolos en la estructura de la ciudad, su planificación urbana, sistema energético...”.
A principios de este año, el alcalde de Londres, Boris Johnson, animaba a todos los londinenses a cultivar alimentos, a crear huertos en todos los espacios públicos, en cualquier nuevo desarrollo residencial y en el conjunto de las escuelas. Hoy, Londres también cuenta con 3.200 colmenas oficiales de miel, resultado de la campaña Capital Bee del 2011, que formó a 51 grupos de ciudadanos para convertirse en apicultores. Esa etiqueta de bee-friendly, ciudad amiga de las abejas, que ostenta contribuye a que la ciudad apueste más por el vegetal con más floración e implica evitar el uso de pesticidas en jardines y espacios abiertos. Las abejas cumplen hoy una significativa función polinizadora: se estima que un 78% de las plantas con flor se reproducen gracias a ellas y otros insectos.
Pero antes que Londres fue Vancouver quien lanzó su “2.010 nuevos huertos comunitarios para el 2010”, campaña en que se inspiró la capital inglesa. Otra ciudad canadiense, Toronto, es otra referencia en esta tendencia. El Consejo de Política Alimentaria –entidad creada por el Ayuntamiento en 1991 para promover la producción de alimentos en la ciudad y alrededores– prevé que en el año 2025 una cuarta parte de las verduras que se consumirán se cultive en la ciudad. Del 2000 data la Carta Alimentaria de Toronto, para promover un proyecto de infraestructuras urbanas que tiene en cuenta todas las fases del sistema alimentario: desde la producción y el consumo hasta la reutilización de los residuos. Otra iniciativa es la creación del directorio público Farm Fresh Locutor, con todos los puntos de venta de alimentos orgánicos en Toronto.
Desde el 2008, y por primera vez en la historia de la humanidad, hay más gente que habita en ciudades que en el medio rural, según la Organización de las Naciones Unidas. La población urbana asciende a 3.600 millones de personas, y se calcula que en el 2030 crecerá hasta 5.000 millones. Un trasvase de población acontecido en poco tiempo, pues a principios del siglo XX únicamente un 10% vivía en ciudades.
Frente al inmenso trajín de alimentos que hoy cruzan los cinco continentes ha surgido la tendencia de consumo kilómetro 0. Es decir, de productos que lleguen al punto de venta como máximo 24 horas después de haber sido cosechados y que recorran menos de 100 kilómetros desde el lugar de producción hasta el de consumo. Frutas y verduras de temporada y proximidad para devolver las cosas a su lugar, apoyar las economías locales y conocer de primera mano de dónde procede lo que ingerimos y con qué métodos se produce.
“El potencial del cultivo urbano sobre el sistema alimentario y el modelo de ciudad tiene un alcance significativo, con una gran capacidad de incidir positivamente en distintos sistemas urbanos –transporte, gestión de residuos, comercio...– contribuyendo así a la mejora integral de la sostenibilidad urbana”, señala la arquitecta Graciela Arosemena, autora del libro Agricultura urbana –recientemente editado por Gustavo Gili–. Agrega que para conseguir ciudades sostenibles se deberá integrar la producción, el procesado, la distribución y el consumo de alimentos en el entorno ambiental y socioeconómico del lugar. Con un modelo donde se cierren los ciclos localmente, es decir, se reutilicen los residuos orgánicos de los habitantes de la ciudad para abonar sus huertos.
“En la ciudad decimonónica –apunta la arquitecta–, la principal preocupación era higienizar la urbe y exportar todo tipo de contaminación fuera, protegiendo así a la población, sin tener en cuenta que dicha exportación significaba un deterioro del territorio y del ambiente”.
Según Arosemena, en un caso hipotético sobre el céntrico barrio del Eixample de Barcelona, por ejemplo, “si se aprovechara la mitad de los terrados de las manzanas que ideó Ildefons Cerdà y se utilizara un sistema hortícola orgánico e intensivo, sería posible abastecer la demanda de hortalizas a la población que habita en esa zona”. Hoy, las ciudades –responsables directas o indirectas de buena parte de la contaminación medioambiental existente en el planeta–, si no lo están haciendo ya, muy pronto deberán replantearse su dinámica interna. Quedan muchas cuestiones por solventar si quieren reconectarse a su ecosistema y trabajar por el equilibrio ambiental.
Los factores medioambientales, de sostenibilidad y de calidad de los alimentos están en el origen de muchos huertos urbanos, especialmente en el primer mundo. Pero también las necesidades básicas de supervivencia los han impulsado en países en vías de desarrollo. Las prácticas agrícolas en las favelas de São Paulo (Brasil) o en barrios degradados de Portobelo (Panamá) persiguen la seguridad alimentaria en ciudades con grandes bolsas de pobreza, a la vez que crean empleo, refuerzan vínculos en las comunidades y sanean espacios degradados.
En algunos casos, lo que empezó como subsistencia ha propulsado nuevas economías y negocios a pequeña escala. La función social de los huertos urbanos es un hecho constatado, tanto en las sociedades más opulentas como en las más desfavorecidas. En Barcelona, por ejemplo, los huertos urbanos municipales –suman unas 165 parcelas, agrupadas en 11 recintos– nacieron en 1997 vinculados al colectivo de jubilados de la ciudad, con una función esporádica de educación ambiental para escuelas. Recientemente, se han abierto a grupos con discapacidades. Esa función social del huerto urbano incluye también fomentar la integración de los inmigrantes y el sentimiento de pertenencia al lugar.
Si bien la revolución industrial de finales del siglo XIX y principios del XX trajo consigo que la agricultura fuera desplazada de la ciudad a la periferia y después más lejos, Europa tiene una larga tradición de huertos recreativos familiares urbanos. Alemania en 1919 ya redactó una ley para regular estos huertos jardín como espacios verdes de descanso en la ciudad. Urbes como Hamburgo cuentan actualmente con unos 30.000 huertos. Situados en terrenos municipales, hay largas listas de espera para acceder a ellos, y en los últimos años se observa un cambio generacional con demanda de población joven.
La arquitecta Nerea Morán, urbanista e integrante del colectivo Surcos Urbanos, en su estudio Ciudades para un futuro más sostenible, comparativo sobre Londres, Berlín y Madrid, pone de relieve las grandes diferencias existentes en materia de huertos urbanos. Y aunque las dos primeras capitales durante la segunda mitad del siglo XX redujeron sus superficies cultivadas por la presión urbanística, la capital de España es un caso aparte. Según datos de 1983, en Madrid existían 100 hectáreas de huertos en precario frente a las 4.000 regularizadas de Berlín. El sociólogo Gregorio Ballesteros explicaba así el fenómeno: “Si en la Europa rica los huertos urbanos son el recreo para el obrero y el empleado socialdemócrata sin serios problemas económicos, en Madrid los huertos son el sustento ante la escasez”.
La España del siglo XXI vive un renacer de la agricultura urbana. Aunque aparece como un cajón de sastre donde coexisten los pequeños núcleos de huertos municipales, con otros huertos colectivos, espontáneos o informales, y los de okupas, que siguen la filosofía de la Green Guerrilla del Nueva York de los pasados años setenta, con la consigna de cultivar alimentos en espacios abandonados de la ciudad.
Según Nerea Morán, que, en colaboración con Ecologistas en Acción, imparte el curso Agricultura Urbana –ya en su cuarta edición–, en España es un movimiento popular de enfoque social, que persigue crear comunidad, que destaca la existencia de un recurso de suelo cultivable y que ejerce presión a las administraciones para que protejan el territorio y lo destinen al abastecimiento local. “En España –señala– es un movimiento incipiente, pero con un crecimiento exponencial. Y aunque no existe un marco legal, sí que hay un reconocimiento internacional, como en el caso de La Red de Huertos de Madrid, calificada por el programa Habitat de las Naciones Unidas como “proyecto de buenas prácticas” y que cuenta con 25 huertos.
Colectivos como BAH! (Bajo el Asfalto está la Huerta), que actúa en distintos barrios de Madrid y localidades de los alrededores, trabajan en un modelo agroecológico que pone en relación directa productores y consumidores. Y se suma a esa línea de pensamiento cada vez más popular que defiende el alimento como necesidad humana y no como mercancía industrial, y que propugna el consumo crítico: alimentación de proximidad, de temporada y saludable. Son colectivos que vinculan su quehacer a expresiones como “sembrar la transformación social” o “cosechar experiencias en los huertos urbanos”.
Los productos alimentarios de proximidad y el huerto urbano se expanden casi siempre vinculados a la agricultura ecológica. Un sector en alza que, en una España sumida en crisis, vive un crecimiento significativo y ya se ve como motor de desarrollo económico sostenible.
Mientras tanto, en Brookling Grange, el huerto de la azotea con vistas a Manhattan ofrece un plan idílico al anochecer. Y junto a pimientos, berenjenas y lechugas, se celebran cenas, fiestas e incluso bodas. “Creemos –afirman sus impulsores– que los alimentos han de ser frescos, no aparcados en el fondo de un remolque durante dos semanas. El final del día es para dedicarlo a sentarse con la familia, admirar la puesta de sol sobre el skyline, tomar un tentempié con un tomate en su punto perfecto de maduración y recordar: esto es la comida real”.
fuente clarin
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