ciudadano, y uno de los debates preeminentes en foros como el de Atomium sobre la relación entre ciudadanos y ciencia, en el que intervienen este diario y sus lectores. Pero la controversia, que ha estado muy polarizada entre científicos partidarios y ecologistas detractores, se enriquece ahora con un ángulo nuevo que no acomoda fácilmente los tópicos y prejuicios tradicionales sobre esta cuestión: que la ciencia pública de los países en desarrollo ha decidido invertir en serio en unas tecnologías que, según entienden, pueden ayudar a sus agricultores y mejorar la nutrición de su población en muchos casos. Ya no se trata de estar a favor o en contra de Monsanto y los demás gigantes mundiales de la agricultura. Se trata de una cuestión a la vez más sutil y más importante, y a la que conviene atender con una mirada limpia de prejuicios por primera vez en décadas.
Investigadores públicos de Nigeria, por ejemplo, han desarrollado una judía carilla (chíchere o chícharo) transgénica resistente a la maruca, una plaga muy común en África. Está en pruebas ya en campos de Nigeria, Burkina Faso y Ghana, y será facilitada a los agricultores africanos en 2017, como lo fueron en los años sesenta las innovadoras semillas desarrolladas por Norman Borlaug en institutos científicos de México.
Y no es un ejemplo aislado. También en Nigeria está en pruebas de campo —la última fase antes de la comercialización o distribución de las semillas— un maíz que consume menos agua que el común. Otros centros científicos públicos de Uganda y Kenia están investigando modificaciones genéticas contra dos virus que diezman los cultivos de yuca. Y varios países en desarrollo están ensayando en el campo un arroz transgénico desarrollado en China enriquecido en vitamina A, cuyas deficiencias son uno de los grandes problemas nutricionales en las economías que dependen fuertemente del arroz.
“La ingeniería genética no es esencial, ni siquiera útil, para todas las mejoras de plantas de cultivo”, dice Christopher Whitty, consejero científico jefe del Departamento para el Desarrollo Internacional del Gobierno británico (DFID). “Pero en algunos casos contribuye a mejorar los rendimientos de los cultivos y su valor nutricional, y reduce los riesgos y costes asociados al uso excesivo de fertilizantes, pesticidas y agua de riego”.
Whitty es también profesor de Salud Internacional en la London School of Higiene & Tropical Medicine. Junto a sus colegas del DFID Tim Wheeler y Alan Tollervey, jefe de investigación agrícola, y en colaboración con Monty Jones, director ejecutivo del Foro de Investigación en Agricultura Africana, con sede en Accra (Ghana), ha revisado a fondo el estado de la cuestión para la revista Nature. También lo hace desde la experiencia china Fusuo Zhang, director del Centro de Recursos, Medio Ambiente y Seguridad Alimentaria de la Universidad Agrícola de China, en Pekín.
Estos científicos y gestores públicos no son defensores fanáticos de la modificación genética de las plantas de cultivo, ni creen que la biotecnología sea la panacea para superar todos los males e ineficiencias que afectan a la agricultura mundial. Lo que sí recomiendan a los Gobiernos de los países en desarrollo es que basen sus decisiones a favor o en contra de los transgénicos en el raciocinio y la mejor ciencia disponible, y no en prejuicios, sesgos irracionales o el nivel de ruido ambiente, como parecen haber hecho hasta ahora los países europeos, que se mantienen, con Japón, como dos islas aisladas sin transgénicos (España es una excepción, con unas 100.000 hectáreas dedicadas a un maíz modificado), frente a la expansión de este tipo de plantas en países de todo tipo: desde el líder, EE UU, a las pujantes China o Filipinas, por ejemplo.
“La decisión de excluir o rechazar cualquier tecnología que pueda ayudar a la gente a conseguir la comida y la nutrición que necesita”, advierten Whitty y sus colegas, “tiene que estar basada en argumentos sólidos, racionales y de relevancia local”. Y desde luego que algunos Gobiernos africanos y asiáticos ya parecen haberlo entendido así.
Uno de los factores que muchos científicos del sector creen que conviene aislar del debate —o al menos del fondo de la cuestión— es el papel de multinacionales de la producción de semillas como Monsanto. La suspicacia que esta compañía estadounidense suscita entre grupos ecologistas y sindicatos agrícolas ha sesgado sin duda la discusión sobre los alimentos transgénicos desde su mismo origen en los años noventa.
Y, sin embargo, esos argumentos se refieren a cuestiones de mercados cautivos —la obligación de los agricultores de comprar las semillas para cada cosecha— o dumping tecnológico que, en realidad, no tienen mucho que ver con el fondo de la cuestión, que es la utilidad agrícola y la seguridad alimentaria de los transgénicos.
“Obviamente, no debo hacer comentarios sobre una compañía privada particular”, se justifica Whitty en respuesta a EL PAÍS sobre la cuestión Monsanto (el DFID del que es asesor científico jefe es un departamento del Gobierno británico). “La cuestión importante no es quién lleva a cabo la investigación, sino que esté bien dirigida, y que los agricultores de los países pobres tengan acceso a los productos”. Whitty considera que, en Europa, los científicos, los políticos, los representantes de la industria y los ecologistas “suelen presentar los cultivos transgénicos ya sea como el ingrediente clave de cualquier solución al hambre mundial, o como una amenaza dramática y absurda a la seguridad alimentaria y la salud humana”. Y añade lo que podría considerarse el eslogan de la tercera vía que él propone: “Ninguna de esas dos posturas está bien fundamentada”.
El mencionado padre de la revolución verde, Norman Borlaug, ingeniero agrónomo, genetista, fitopatólogo y premio Nobel de la Paz por sus grandes contribuciones a la erradicación del hambre en el mundo, consideraba (murió en 2009) que la tecnología de transgénicos era la continuación natural de la mejora vegetal tradicional, que si bien se mira es el fundamento de toda la agricultura desde su invención en los albores del neolítico, hace 10.000 o 12.000 años en Oriente Próximo, China y Suramérica. Borlaug veía la polémica que suscitaron los transgénicos en Europa como una especie de divertimento para “ecologistas con la panza llena”, como dijo en una entrevista con este diario.
La legislación europea de salud pública adopta ahora unas prevenciones contra la presencia de transgénicos en los alimentos —pese a que suponen un riesgo nulo para la salud, según acreditan 20 años de uso extendido— que muchos científicos europeos ya quisieran ver contra las grasas trans y aceites saturados, protegidos por las etiquetas europeas bajo el engañoso paraguas de “grasas vegetales” o “parcialmente hidrogenadas” pese a sus probados y comprobados daños para la salud del consumidor. Un rechazo que incluso puede llegar a la cuna de los transgénicos, EE UU, donde Estados como California planean que haya que etiquetar los alimentos que los contienen por primera vez en la historia.
Lo que preocupa ahora a los científicos interesados por la alimentación mundial no es lo que Europa quiera hacer con sus campos de cultivo ni con las etiquetas de sus supermercados, sino que el pésimo nivel de aquella discusión pública o semipública se contagie a los países emergentes donde la cuestión de qué sembrar en los campos, y con qué alimentar a la población, sí resulta capital.
El Gobierno de India, por ejemplo, está considerando ahora mismo si debe prohibir todos los ensayos de campo de semillas transgénicas durante la próxima década, después de haber ya vetado por la movilización ciudadana un tipo de berenjena y pese a que sus agricultores han aumentado sus cosechas de algodón. Según Whitty, “eso podría resultar muy perjudicial tanto para los pequeños agricultores del país como para los grandes, porque les bloquearía el acceso a ciertas variedades de semilla que han sido modificadas para crecer mejor en las condiciones locales de India, incluidos varios tipos de algodón, soja y tomate”. Otro caso es el de Kenia, un país en el que la cuarta parte de la población está malnutrida, y cuyo Gobierno prohibió a finales del año pasado la importación de cualquier clase de alimentos transgénicos. “Como otras normativas similares hechas antes en Europa”, dice Whitty, “son decisiones que parecen basarse en parte en respuestas emocionales a la tecnología”.
“En lugar de ser protransgénicos o antitransgénicos”, recomiendan estos científicos, “los Gobiernos de los países en desarrollo deberían partir de los problemas específicos que tiene su agricultura y evaluar racionalmente los riesgos y los beneficios de todas las soluciones posibles a ese problema”. Parece un buen consejo, al menos fuera de Europa.
fuente vanguardia
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