Toda sociedad tiene temas de los que no discute. Son las cuestiones que constituyen un desafío para las suposiciones que resultan cómodas. Las que nos recuerdan la mortalidad, las que amenazan la continuidad de lo que anticipamos, las que revelan que nuestras diversas creencias son irreconciliables.
Entre ellas están los hechos que niegan la agradable afirmación de que (en palabras de David Cameron) "no tiene por qué haber tensión entre lo verde y el crecimiento".
En una recepción a la que asistí en Londres recientemente, conocí a una mujer extremadamente rica que vive, como hace la mayoría de las personas con niveles similares de riqueza, de un modo casi cómicamente insostenible: moviéndose entre diversas casas y lugares de descanso en una larga turbo-vacación. Cuando le conté lo que yo hacía, respondió: "oh, estoy de acuerdo, el medio ambiente es tan importante, soy absolutamente partidaria del reciclaje". Pero el problema real, me explicó, "es que la gente se reproduce demasiado".
Acepté que la población es un elemento del problema, pero argumenté que el consumo está creciendo demasiado y que, a diferencia de lo que sucede con el número de personas, no muestra signos de estarse estabilizando. Esa idea le resultó profundamente ofensiva: me refiero a que el crecimiento de la población humana se está haciendo más lento. Cuando le dije que las tasas de natalidad están cayendo prácticamente en todas partes, y que el mundo se encuentra en una lenta transición demográfica, se opuso a ello violentamente porque ella misma había visto, en sus interminables viajes, que un gran número de hijos "es lo único que esas personas tienen".
Como hacen muchas personas de su posición, estaba usando la población como un medio de no tener en cuenta sus propios impactos. El problema le permitía transferir a otros la responsabilidad: a las personas del extremo opuesto del espectro económico. Eso le permitía pretender que sus compras, sus vuelos y las interminables redecoraciones de las múltiples casas no son un problema. Reciclaje y población: estos son los amuletos a los que se aferra la gente para no ver el enfrentamiento entre la idea de proteger el medio ambiente y la de elevar el consumo.
De una manera similar, con la ayuda de un sistema equívoco de responsabilidad global, hemos conseguido no darnos cuenta de uno de los impactos más graves de nuestro consumo. Esto nos ha permitido también culpar del problema a los extranjeros, especialmente a los más pobres.
Cuando las naciones negocian los recortes globales en las emisiones de gas de efecto invernadero, solo se sienten responsables de los gases producidos dentro de sus fronteras. En parte, como resultado de esta convención, estos son los únicos que cuentan los países. Cuando caen estas "emisiones territoriales", se felicitan por haber reducido sus huellas de carbono. Pero como se han globalizado todo tipo de mercados, y como la fabricación está pasando de las naciones ricasa las más pobres, la cuenta territorial guarda cada vez menos relación con nuestros impactos reales.
Aunque este problema afecta a todos los países postindustriales, resulta especialmente pertinente en el Reino Unido, donde la diferencia entre los impactos nacional e internacional es mayor que el de cualquier otro gran emisor. El último Gobierno se jactaba de que nuestro país había recortado las emisiones de gas de efecto invernadero un 19% entre 1990 y 2008. Se posicionaba a sí mismo (como hace el Gobierno actual) como un líder global, bien encaminado al cumplimiento de sus objetivos, así como un ejemplo a seguir por las otras naciones.
Pero el recorte que ha celebrado el Reino Unido es una creación contable. Si contamos el impacto de las mercancías que compramos a otros países, nuestros gases de efecto invernadero totales no cayeron un 19% entre 1990 y 2008. Se elevaron el 20%. Y ello a pesar de haber sustituido durante ese período muchas de nuestras centrales eléctricas de carbón por otras de gas natural, que produce aproximadamente la mitad de dióxido de carbono por cada unidad de electricidad. Cuando se tienen en cuenta nuestras "emisiones de consumo", en lugar de las emisiones territoriales, nuestros orgullosos datos se convierten en la historia de un fracaso deprimente.
Esta falsa contabilidad tiene otros dos impactos. El primero es que, como muchas de las mercancías cuya fabricación encargamos se producen ahora en otros países, esos lugares tienen ahora la culpa de nuestro consumo creciente.
Usamos a China del mismo modo que usamos el problema de la población: como un medio de desviar la responsabilidad. ¿Qué sentido tiene reducir nuestro consumo, preguntan mil voces, cuando China está construyendo una central eléctrica cada 10 segundos (o cualquiera que sea la tasa actual con que se está produciendo)?
Pero como nuestra posición se siente halagada por la manera en que contamos los gases de efecto invernadero, la de China es difamada injustamente. Un gráfico publicado por el House of
Commons Energy and Climate Change Committee muestra que si contáramos por el consumo las emisiones de China se reducirían aproximadamente un 45%. Muchas de esas centrales eléctricas y de las fábricas contaminantes se han construido como proveedoras de nuestros mercados, alimentando una demanda aparentemente insaciable de acumular cantidades crecientes de objetos en el Reino Unido, Estados Unidos y otras naciones ricas.
Lo segundo que nos oculta esta convención contable es la contribución del consumismo al calentamiento global. Como solo consideramos nuestras emisiones territoriales, tendemos a enfatizar solamente el impacto de los servicios de calefacción, iluminación y transporte, por ejemplo, pero no estimamos el impacto de las mercancías. Contemplemos el cuadro completo, sin embargo, y descubriremos (usando la calculadora de carbono de The Guardian) que la fabricación y consumo es responsable de un notable 57% de la producción de gases de efecto invernadero causada por el Reino Unido.
No es sorprendente que apenas nadie quiera hablar de esto, pues la única respuesta significativa es una reducción del volumen de lo que consumimos. Y ahí es donde las políticas climáticas gubernamentales más progresistas entran en colisión con todo lo demás que representan. Como señala Mustapha Mond en Brave New World, "la civilización industrial solo es posible cuando no hay autonegación. Se permite la autoindulgencia hasta los límites impuestos por la higiene y la economía. De otro modo, las ruedas dejarían de girar".
Y eso es lo que ciertamente sucede con las ruedas del actual sistema económico, que para su supervivencia depende delcrecimiento perpetuo. La imposibilidad de sostener este sistema de consumo ilimitado e inútil, sin que prosiga la erosión del planeta y las perspectivas de futuro de la humanidad, es la conversación que no tendremos.
Al considerar tan solo nuestras emisiones territoriales, hacemos que los impactos de nuestra escalada del consumo desaparezcan en una nube de humo negro: hemos externalizado tanto el problema como la percepción que de él tenemos.
Pero al menos en un par de lugares, el truco de prestidigitación empieza a atraer un poco de atención.
fuente vanguardia
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