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EN la entrada de esta casa, el número 8 de San Juan de Palomares, hace poco más de un siglo, los frailes colocaban las espuertas de esparto con patatas, tomates e higos frescos del huerto de Los Trinitarios. En este inmueble restaurado llegaron a convivir ocho familias con hijos, alguna de ellas con hasta diez vástagos en una sola habitación. El modo de vida era similar al de cualquier casa de vecinos. En el patio estaban las cocinillas, la pila y el pozo. Alrededor, el resto de dependencias y un solo baño para todos. Su propietario, Gabriel Castillo, la compró en los ochenta y tardó varios años en reformarla. Su oficio de restaurador le sirvió para impregnar de nogalina las viejas vigas y repintar de añil los canalones. El brocal del vetusto pozo lo cambió por uno de forja e incorporó numerosos restos arqueológicos de época árabe (lucernarias) o romana (bustos, columnas y capiteles).

Gabriel recuerda cómo le compró «por 20 duros de los antiguos» a unos albañiles unas aceiteras de época romana que habían salido de unas obras de alcantarillado. Y así todo. El pilón de agua lo adquirió en Lucena, donde hacía las funciones de abrevadero de las bestias.

La casa la recuerdan algunos de los hijos de esos últimos vecinos que moraron en este rincón de San Juan de Palomares y pasan cada año para rememorar cómo transcurrió allí su niñez.

Mientras, las abuelas más longevas hablan de que se decía que en las habitaciones había fantasmas, que no eran otra cosa que los frailes novicios asomando por los respiraderos del tejado para poder ver a las muchachas.

Otros recuerdan que aquí, en esta casa de los intramuros de la muralla que colindaba con el huerto de los frailes trinitarios, se escondía un tesoro. Pero de eso, poco más se sabe. Ahora queda del ayer el ambiente de este patio, lleno de sombras y sonidos del agua; un paraíso para plantas como helechos y y surfirinas, pasando por geranios y gitanillas que se entremezclan con el encalado de las paredes.

Esta casa lleva ocho años participando en el Concurso de Patios, aunque siempre lo ha hecho inscrito como reformado. Sin embargo, ha sido capaz de conservar su sabor, desde su viejo portón restaurado a base de decapantes y lija en los remaches, a las rejas y al azul oscuro de las ventanas. Ahora, aquí vive la familia de Gabriel García: su mujer y sus dos hijos, que muestran al mundo un patio del que se sienten orgullosos y cuyo pasado recuerdan como parte de su presente. Las colas en la puerta están más que aseguradas.

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