Estas economías, con algunas excepciones, se rigen por la ley de oferta y demanda, y las decisiones sobre qué, cómo, en dónde y para quién producir son tomadas por los productores. En las economías dirigidas —principalmente las socialistas y comunistas—, el Estado por decreto (léase mandato constitucional, leyes, o normas) le informa al productor qué puede ofertar y al consumidor qué debe demandar. El problema radica en que las políticas de producción y consumo las pueden implantar dentro de sus fronteras. (La “institucionalidad” cafetera, anclada en un mundo de “pactos”, nunca ha entendido esta última restricción).
Los comunistas de Corea del Norte, exitosos en desarrollar ojivas nucleares, son incapaces de evitar que su población se muera de hambre. Cuba, después de haber tenido una de las agriculturas más prósperas del continente, hoy tiene que importar el 80% de sus necesidades alimenticias. Por el contrario, Canadá, Australia, Brasil, Argentina y EE. UU., países en que sólo una mínima parte de la población se dedica a la agricultura, no sólo logran nutrir a sus 600 millones sino que generan excedentes para alimentar a buena parte de la población mundial.
Colombia es un país en el que las decisiones económicas, en términos generales, fluyen de abajo arriba, es decir, las toma el consumidor. A nadie se le ocurre que el Estado nos indique qué automóvil debemos conducir, qué nevera usar, qué periódico leer, o qué tipo de refresco tomar. En agricultura, sin embargo, cuenta con inmensa simpatía la tesis que el Estado puede y debe jugar un papel determinante en decidir qué, cómo, en dónde y para quién se debe producir. El ejemplo más evidente es el café, donde el Estado le otorgó a la Federación de Cafeteros la potestad de decidir sobre los tipos de grano que se pueden producir e importar, con los desastrosos resultados que el país conoce de sobra. El fondo del problema es que cuando el Estado es el que determina los usos adecuados de los factores de producción, el costo del fracaso lo terminamos pagando, como ocurre con el colapso de la caficultura, usted y yo, amigo contribuyente.
En Colombia, basado en algunos estudios cuyas interpretaciones del acervo estadístico dejan mucho que desear, impera la noción de que los minifundios son bastante más productivos que las medianas y grandes extensiones. Tan dudosa conclusión ha sido acogida —sin beneficio de inventario— por las Farc y sus acólitos de la extrema izquierda. Es un milagro que nadie haya establecido que los cultivos hidropónicos son, por metro cuadrado, bastante más productivos que los minifundios, lo que permitiría llegar a la peregrina conclusión de que el país se debe dedicar exclusivamente a la agricultura en nano y microfundios, posiblemente en las terrazas de los apartamentos.
Finalmente, las Farc, no contentas con exigir que las decisiones fundamentales en el campo agrícola pasen a ser mandato constitucional, ahora exigen la “balcanización” (¿caguanización?) del país. ¿Y en qué consiste la desmembración de un país en territorios o comunidades enfrentadas, como ocurrió en la península de los Balcanes? En la creación en cerca de 9,5 millones de hectáreas de las llamadas “zonas de reserva campesina” (ZRC) que inexorablemente van a convertirse en “repúblicas independientes”, en donde la guerrilla va a ser la autoridad que no sólo ejerce total control político, sino la que determine qué, cómo, en dónde y para quién se debe producir. La agricultura por decreto, en una democracia de libre mercado, no puede ni debe ser una opción.
fuente elexpectador
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