Desde que se empezaron a cultivar transgénicos a escala comercial, allá por el 1996 en EE.UU., las grandes corporaciones nos han querido vender estos productos como la solución al hambre, a la sequía, a la carencia de nutrientes… pero, pasados ya 16 años vemos cómo ninguna de estas promesas ha sido cumplida ni lo será. Los transgénicos son una falsa solución que sólo responden a los intereses económicos de estas empresas. Nada más.
Pasados 16 años vemos como solo siguen existiendo transgénicos en el mercado con dos características o con la combinación de estas: variedades modificadas genéticamente para ser tolerantes a herbicidas (se puede aplicar un determinado herbicida, comercializado por las mismas empresas, las veces que se quiera que la planta no se muera) o para producir un insecticida (la planta genera una toxina desde el momento en que germina que la hace resistente a los insectos). Ninguna va dirigida a aumentar la productividad y la experiencia nos ha demostrado que estas variedades no son más productivas que las convencionales. Eso sí, han hecho que, solo en EE.UU., se multiplicara el uso de herbicidas de una forma exponencial y que las cuentas corrientes de estas empresas casi revienten de tantos ceros.
Por otro lado, vemos que la gran mayoría de la producción derivada de estos cultivos se destina a llenar el estómago de los stocks ganaderos, en constante aumento, de los países enriquecidos.
Hay dos datos que son estremecedores: en el mundo 1.000 millones de personas padecen de hambre, y 1.500 millones son obesas o tienen exceso de peso (esta es ya la quinta causa de riesgo de defunción en el mundo actual según la OMS). Esto se debe en gran medida a la inversión de la pirámide alimenticia en los mal llamados países desarrollados. Dos realidades en dos hemisferios, dos platos de una extraña báscula en que ambos platos suben sin cesar. ¿Es este el camino que queremos seguir?
¿Y en Europa? ¿Y en España? ¿Cuál es la situación de los transgénicos?
En Europa somos uno de los grandes importadores de transgénicos. Los consumimos casi a diario y sin saberlo, puesto que a pesar de que tengamos una legislación que obliga al etiquetado y trazabilidad de estos productos los vacíos legales son tan grandes que nos dejan totalmente indefensos. Por ejemplo, es obligatorio etiquetar los piensos animales pero no es obligatorio etiquetar los productos alimenticios como la carne, leche o huevos derivados de animales que han consumido estos piensos. Por otro lado, los alimentos destinados a la alimentación directa humana sólo deben ser etiquetados cuando la presencia de transgénicos está por encima de un determinado umbral, por lo que todo lo que está por debajo lo consumimos sin saberlo.
Por otro lado, en Europa también los producimos, aunque solo está permitido el cultivo de un maíz transgénico para consumo humano y animal, y de una patata transgénica para fines industriales, que además se dejará de comercializar en 2013 debido al fracaso en el mercado. En este ámbito cada vez son más los países que rechazan el cultivo de estas variedades en su territorio. Austria, Grecia, Hungría, Francia, Luxemburgo, Alemania, Bulgaria, Suiza, Italia, Irlanda o Turquía han prohibido ya su cultivo, pero España, cada vez en un mayor aislamiento, los sigue permitiendo a pesar del fuerte rechazo de la mayoría de la ciudadanía y de los agricultores. De hecho, España es el único país de Europa donde se cultiva maíz transgénico a una escala importante, aunque no sepamos exactamente la dimensión del problema puesto que la falta de transparencia es una constante y las cifras de superficies cultivadas sólo se den bajo estimaciones.
Sin embargo, hay motivos para que mantengamos la esperanza. Cuando se empezaron a adoptar estos cultivos, las grandes corporaciones decían que en el año 2000 el 50% de la superficie agrícola de Europa estaría ocupada con transgénicos. Estamos en 2012 y solo se ha ocupado un 0,06%. Eso sí, en su inmensa mayoría en España.
Entonces, ¿cuál es la solución?
Parte de la solución es la agricultura ecológica. La agricultura ecológica es la única que garantiza alimentos y productos saludables para hoy y mañana, protege los suelos, el agua, el clima y la biodiversidad, genera empleo, es motor de desarrollo rural, asegura cultivos resistentes, no contamina el medio ambiente con productos químicos o transgénicos y responde a una necesidad imperante de soberanía alimentaria por parte de los pueblos.
La otra parte eres tú, el lector de este artículo, y el resto de personas que con nuestro poder como consumidores podemos exigir lo que queremos llevar a nuestra boca, podemos exigir que se preserven nuestros ecosistemas y su biodiversidad, la soberanía alimentaría, la justicia y equidad social y por supuesto nuestra salud.
Los consumidores somos la base de la economía. Nuestros patrones de consumo determinan la forma en que opera el sistema comercial. Los cambios en nuestros hábitos de consumo obligan a las empresas a reconfigurar su oferta, por ello conducir el carrito de la compra no es tarea fácil y hoy por hoy, al ser una herramienta al alcance de todos, hace falta “carnet de conductor”. La forma como conduzcamos nuestro carrito es determinante: puede ser un agente de cambio fundamental y positivo o un apoyo a un modelo despilfarrador que no tiene en consideración los límites de nuestro planeta. Sí es así, tarde o temprano se nos pinchará una rueda, o al ritmo que llevamos, todas.
El consumo responsable y consciente es la mayor herramienta de presión y cambio de la sociedad actual, es la forma de impulsar las verdaderas soluciones y pensar más allá del simple hecho de llenar nuestro propio estómago. Detrás de cada producto hay una compleja red de factores que influyen en el rumbo del planeta y de la herencia que vamos a dejar a las generaciones futuras. Tenemos que ser capaces de ver ese entramado y entenderlo.
Alguien muy sabio dijo hace mucho: “seamos el cambio que queremos ver en el mundo”. Una gran verdad que tenemos que poner en práctica con urgencia.
Fuente: ethic.es
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