A principios de la década pasada, el sector agrícola de América Latina y el Caribe reportó un buen nivel de crecimiento pero, irónicamente, no tuvo un efecto significativo en la reducción de la pobreza en las áreas rurales. Esta solo disminuyó del 60% al 53% entre 1980 y el 2010, según la investigación Políticas de Mercado de Trabajo y Pobreza Rural en América Latina, de la Asíes. La Cepal y la FAO consideran que esto se debe a que el crecimiento de la agricultura se ha concentrado en pocos productos, restringido a algunas regiones y operado en un número reducido de grandes empresas. Los análisis sostienen que hay un déficit de empleo decente, un concepto orientador y articulador de las políticas públicas relacionadas con el mundo laboral y que tiene que ver con un salario digno, condiciones apropiadas en las que se realizan las tareas, el reconocimiento de las prestaciones laborales y el goce de protección social.
Asíes considera necesario revisar la legislación laboral para garantizar igualdad de derechos para hombres y mujeres, el Código no las reconoce como trabajadoras agrícolas para efectos de remuneración del trabajo, ellas solo son “acompañantes”. Otras de las recomendaciones estratégicas son: crear condiciones para facilitar la incorporación plena de la fuerza laboral a la seguridad social, desconcentrar e incrementar los servicios de inspección laboral, fortalecer las capacidades de fiscalización de estos servidores y asegurar la vigencia efectiva de la legislación laboral en las áreas rurales.
El tema del desarrollo rural también tiene que ver con lo que se llaman los emprendimientos y la economía campesina que tiene un carácter familiar, que conjuga productores y consumidores, en donde toda la familia participa, según un estudio de IDIES, de la Universidad Rafael Landívar, el cual afirma que el 80% de los asalariados rurales recibe menos del salario mínimo, que además cubre solo el 50% de sus necesidades. Esto determina que las familias busquen otras formas de ingresos que difieren del empleo asalariado. Toda la familia se involucra en un uso intensivo del trabajo familiar, el negocio es en el hogar, en el mismo espacio físico donde los emprendimientos femeninos no están aislados del entorno socioeconómico.
Muchos ejemplos hay de este esfuerzo de las mujeres. En Chimaltenango las mujeres están organizadas en un programa de cultivo de coliflor, la cosecha beneficia a varias familias; en Totonicapán la siembra de maíz y hortalizas representa un importante ingreso; en Huehuetenango el cultivo de tomates resuelve el autoconsumo y se comercializa en los mercados; en otros lados es la siembra de mora, de ejote, de frijol, de arveja, etc.; algunas más se dedican a la artesanía de huipiles, de servilletas, de perrajes, de canastas, de sombreros y de dulces, entre otros productos. Esto muestra que si hubiera una política pública dirigida al área rural, la economía campesina en esta múltiple dimensión podría permitir a las familias solventar sus necesidades y estar en los mercados con sus productos, generar ingresos y, por lo tanto, salir de la pobreza.
Fuente: Prensa Libre
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