La agricultura, de la mano de la interacción/diálogo/crianza mutua de los seres humanos con los suelos, las semillas, la biodiversidad y el agua han sido la base la alimentación de la humanidad durante los últimos diez mil años y son esos saberes, esas semillas y esos agricultores los que hoy la siguen alimentando.
Según el Diccionario de la Real Academia agricultura es: “Labranza o cultivo de la tierra”, “Arte de cultivar la tierra” y “Dar a la tierra y a las plantas las labores necesarias para que fructifiquen”. La definición no deja lugar a dudas: un arte implica práctica manual, saberes, tecnologías, transmisión oral, creatividad, evolución. La labranza, el cultivo y las labores necesarias para la fructificación involucran la participación activa y comprometida de las personas en todo el proceso que va de la preparación del terreno a la cosecha y los cuidados posteriores del mismo.
La agricultura representa la mayor tarea de construcción de saberes de manera colectiva en diálogo con la naturaleza que los seres humanos hemos logrado a lo largo de toda nuestra historia. Quizás la única que se le pueda comparar es la del conocimiento del uso de las plantas medicinales que desde el momento en que comenzamos a cultivar la tierra estuvieron profundamente integrados.
Los suelos, ecosistemas vivos. Los suelos son una delgada capa que cubre más de 90% de la superficie terrestre del planeta. No son sólo polvo y minerales. Son ecosistemas vivos y dinámicos. Un suelo sano bulle con millones de seres vivos microscópicos y visibles que ejecutan funciones vitales. Es capaz de retener y proporcionar lentamente los nutrientes necesarios para que crezcan las plantas. Puede almacenar agua y liberarla gradualmente en ríos y lagos o en los entornos microscópicos que circundan las raíces de las plantas, de modo que los ríos fluyan y las plantas puedan absorber agua mucho después de que llueva.
Es clave la materia orgánica del suelo —una mezcla de sustancias originadas de la descomposición de materia animal y vegetal; sustancias excretadas por hongos, bacterias, insectos y otros organismos. En la medida que el estiércol, los restos de cosecha y otros organismos muertos se descomponen, liberan nutrientes que pueden tomar las plantas y usarlos en su crecimiento y desarrollo. Las moléculas de materia orgánica absorben cien veces más agua que el polvo y pueden retener y liberar hacia las plantas una proporción similar de nutrientes. La materia orgánica contiene moléculas que mantienen unidas las partículas del suelo protegiéndolo contra la erosión y volviéndolo más poroso y menos compacto. Esto permite al suelo absorber la lluvia y liberarla lentamente a los ríos, lagos y plantas y dejar que crezcan las raíces de las plantas. Conforme crecen las plantas, más restos vegetales llegan o permanecen en el suelo y más materia orgánica se forma, en un ciclo continuo de acumulación. Este proceso ha ocurrido por millones de años y fue uno de los factores clave en la disminución del dióxido de carbono en la atmósfera millones de años atrás, lo que hizo posible la emergencia de la vida en la tierra tal y como la conocemos.
La materia orgánica se encuentra sobre todo en la capa superior del suelo (la más fértil). Es propensa a la erosión y necesita ser protegida por una cubierta vegetal que sea fuente permanente de nueva materia orgánica. La vida vegetal y la fertilidad del suelo son procesos que se propician mutuamente, y la materia orgánica es el puente. Pero es también alimento de las bacterias, hongos, pequeños insectos y otros organismos que viven en el suelo y convierten el estiércol y los tejidos muertos en nutrientes y en las increíbles sustancias descritas, que al alimentarse descomponen la materia orgánica. Ésta debe ser repuesta constantemente; si no, desaparece poco a poco del suelo.
Los pueblos rurales de todo el mundo tienen un profundo entendimiento de los suelos. En su experiencia han aprendido que hay que cuidarlos, cultivarlos, alimentarlos y dejarlos descansar. Muchas de las prácticas comunes de la agricultura tradicional reflejan estos saberes. Aplicar estiércol, residuos de cultivos o compost, nutre el suelo y renueva la materia orgánica. El barbecho, en especial el barbecho cubierto, tiene como fin que el suelo descanse, de modo que el proceso de descomposición pueda realizarse en buena forma. La labranza reducida, las terrazas, el mulch y otras prácticas de conservación protegen el suelo contra la erosión, para que la materia orgánica no sea arrastrada por el agua. A menudo, se deja intacta la cubierta forestal, se la altera lo menos posible o se la imita, de forma que los árboles protejan el suelo contra la erosión y provean de materia orgánica adicional. Cuando a lo largo de la historia se olvidan o se dejan de lado estas prácticas, se paga un alto precio.
La imposición de la agricultura industrial. Pese a todos estos saberes y a la efectividad de este modelo agrícola (en realidad miles de modelos agrícolas adaptados a los distintos ecosistemas, climas y regiones) en la segunda mitad del siglo veinte se logró instalar en la opinión pública y las políticas agrícolas la noción de que el hambre en el mundo era fruto de las carencias de esa forma de hacer agricultura y se impulsó una “revolución verde” con su paquete de tecnología, agrotóxicos, semillas bajo control corporativo y monocultivos.
Como lo reiteramos en GRAIN, esta “revolución verde” no fue más que la excusa con la que las corporaciones del agronegocio intentan apoderarse de todo el sistema alimentario para incrementar sus ganancias, especular y hacernos absolutamente dependientes.
De un plumazo se intentó borrar diez mil años de construcción de saberes para poner a los suelos como sustrato muerto para el desarrollo de plantas con el aporte de nutrientes externos una vez que los del suelo se agotaran.
¿Por qué es la agricultura industrial una actividad extractivista? Es extractivista porque considera los suelos un sustrato inerte del que se extraen nutrientes (proteínas y minerales) utilizando tecnología y productos químicos (fertilizantes, pesticidas, herbicidas, fungicidas, etcétera).
Quizás la única diferencia con la minería sea que ésta se extraen minerales en forma directa y con la agricultura industrial es través un proceso biológico (el crecimiento de plantas que son los que contienen los nutrientes). Esa diferencia es bastante reducida pues los productos obtenidos con estos procesos industriales son de calidad biológica muy inferior a la los alimentos producidos por prácticas tradicionales. Todo el sistema productivo desprecia y desvaloriza los procesos biológicos cuando se trata al suelo como un simple sustrato físico y a la nutrición de las plantas como una cuestión de introducir nutrientes —vía fertilización química— cuando lo necesita su crecimiento.
Lo que en concreto define a la agricultura industrial como extractivista es la enorme cantidad de minerales y nutrientes que extrae del suelo sin ningún tipo de reposición ni compensación, destruyendo su estructura y agotándolos irremediablemente. Lo absurdo es que se asume que esto ocurrirá y el modo de “reponer” las sustancias extraídas es aplicando enormes cantidades de fertilizantes químicos que, por supuesto, son una parte más del negocio de las corporaciones agroindustriales.
La gran paradoja es que el “ciclo” de la agricultura industrial se completa incorporando fertilizantes que a su vez deben ser extraídos del suelo (el fósforo y el potasio por minería directa) o fabricarlos del petróleo (como el nitrógeno). Ninguno de estos productos es renovable y a mediano plazo se agotarán. Pero igual de grave resulta que su uso masivo complete indefectiblemente la destrucción de los suelos.
Además, en sus impactos sobre los territorios las consecuencias son las mismas que las del extractivismo de la minería a cielo abierto: una destrucción territorial, una devastación de la biodiversidad, contaminación masiva, extracción de volúmenes inmensos de agua y contaminación de las cuencas cercanas, impacto en la salud humana y animal, destrucción de las economías regionales y nula creación de empleos para la población local.
Algunas cifras de Argentina. Estudios realizados recientemente no dejan lugar a dudas sobre el extractivismo inherente a la agricultura industrial en el caso argentino, donde este modelo domina buena parte de las tierras agrícolas del país. Un trabajo realizado desde el Instituto de Suelo del INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agrícola) en el año 20093 encontró que en la campaña 2006/07 se extrajeron 3 mil 527 millones de toneladas de nitrógeno, fósforo, potasio y azufre.
Este mismo estudio plantea que “si se analiza el balance de los nutrientes estudiado en la campaña agrícola 2006/07 desde el punto de vista económico, se observa que se han exportado alrededor de 2 mil 320 millones de toneladas de elementos en el grano, lo que representa mil 788 millones 370 mil dólares a precios de 2006 y 3 mil 309 millones 650 mil dólares a precios de 2009”.
Otro trabajo reciente nos muestra contundente la evolución del uso de fertilizantes con los principales nutrientes (nitrógeno, fósforo, potasio y azufre) de 1993 a 2009. En la siguiente tabla (elaborada por los autores) observamos como el mismo ha pasado aproximadamente de cien mil toneladas para cada uno de ellos a cifras que van de los ochocientos mil al millón trescientos de toneladas para el caso del azufre.
Aún así, Cruzate y sus colegas5 plantean que la “reposición” de nutrientes alcanza apenas a cubrir valores que de acuerdo a distintas investigaciones van del 34 al 41 % de los nutrientes extraídos.
Analizando algunos cultivos específicos, la expansión del monocultivo de soja transgénica resistente al herbicida glifosato en el Cono Sur de América Latina es uno de los casos extremos de imposición de la agricultura industrial en el mundo y sus impactos en toda la región están ampliamente demostrados y cuantificados. Argentina fue la “cabecera de playa” desde donde se impuso la soja en toda la región.
Es el caso más rápido de expansión de un monocultivo en la historia de la agricultura industrial: la soja transgénica comenzó a cultivarse en el año 1996 para alcanzar una superficie de 18 millones ochocientas mil hectáreas en la temporada 2011-2012. Esta superficie representa más del 55% de la superficie agrícola del país.
Este crecimiento del cultivo de soja tiene dramáticas consecuencias en cuanto a sus impactos socioambientales que están muy documentadas. Pero específicamente en referencia a la extracción de nutrientes las cifras son contundentes:
El monocultivo de soja repetido año tras año en los campos produce una intensa degradación de los suelos con una pérdida de entre 19 y 30 toneladas de suelo en función del manejo, la pendiente del suelo o el clima.
Con cada cosecha de soja se exportan miles de toneladas de nutrientes de nuestro suelo. Según el trabajo de Adolfo Cruzate y Roberto Casas la soja produjo durante la temporada 2006/2007 con una producción de 47 millones 380 mil 222 toneladas una extracción de un millón 148 mil 970 toneladas 390 mil kilos de nitrógeno, 255 mil 853 toneladas 200 mil kilos de fósforo, 795 mil 987 toneladas 730 mil kilos de potasio, 123 mil 188 toneladas 580 mil kilos de calcio, 132 mil 664 toneladas 620 mil kilos de azufre, y 331 toneladas 660 mil kilos de boro.
Cada cosecha de soja que se exporta se lleva unos 42 mil quinientos millones de metros cúbicos de agua por año (datos de la temporada 2004/2005) correspondiendo 28 mil 190 millones a la pampa húmeda.
Tengamos presente que los datos aquí presentados se refieren a los “principales nutrientes” desde el punto de vista del mismo modelo de la agricultura industrial. No se presentan los datos correspondientes a los micronutrientes (esenciales para un buen desarrollo de las plantas) ni los referidos a la calidad de la materia orgánica del suelo, que como lo hemos planteado es esencial para la agricultura.
Tampoco incorporamos el impacto de la utilización masiva de agroquímicos, en especial el glifosato que está indisolublemente ligado al cultivo de la soja transgénica, y que al igual que los tóxicos utilizados en la minería a cielo abierto tiene un enorme impacto en la destrucción de la biodiversidad, la contaminación y la salud de las comunidades que habitan los territorios ocupados por el agronegocio.
Conclusiones. La insustentabilidad de la agricultura industrial es una cuestión indiscutible y verla desde el punto de vista del extractivismo nos permite ponerle números a una práctica que de cualquier manera tiene sus principales fallas en sus fundamentos éticos, económicos y políticos. A pesar de todas las evidencias hay quienes insisten en darle nuevas “vueltas de tuerca” al modelo para mantener el status quo y mantener el control corporativo.
Algunos plantean que se debe profundizar el modelo de agricultura industrial extractivista buscando nuevas “soluciones tecnológicas” y mediante nuevos transgénicos, más agrotóxicos, aplicación masiva de fertilizantes, “solucionar” los problemas emergentes y continuar la destrucción masiva.
Una nueva vertiente, encolumnada con la propuesta de la “economía verde” que se intentó imponer en Río+20, pretende “resolver” los problemas que ocasionó la agricultura industrial con una supuesta “agricultura inteligente” que busca incorporar prácticas de cuidado de los suelos, diversidad de cultivos, agricultura orgánica, pero siempre manteniendo el control corporativo de la agricultura.
Ninguno de estos caminos resolverá los graves problemas que la contaminación, la destrucción de biodiversidad, el desplazamiento de campesinos y pueblos indígenas y la destrucción de suelos han producido en apenas cincuenta años. Estas propuestas continuarán abriendo las puertas a la especulación financiera con los alimentos e incrementarán el número de personas hambrientas en el mundo.
Desde la perspectiva de le ecología política y de la mano de los movimientos campesinos del mundo surgió la respuesta para avanzar en un verdadero cambio de rumbo: la soberanía alimentaria como marco político y una agricultura campesina con base agroecológica, como proponen desde muchos rincones del planeta. Esto ya se instrumenta buscando reemplazar definitivamente al modelo de muerte que entraña la agricultura industrial.
Reencontrarnos con la agricultura como arte, como camino para la fructificación, y como base de la cultura de nuestros pueblos es un desafío clave para la humanidad. Cuidar los suelos, alimentarlos incorporándoles materia orgánica y diversificando cultivos, es la gran oportunidad para enfrentar los desafíos que las múltiples crisis que nos plantean.
Fuente: grain.org
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