Julio viene despacio, apoyándose en un palo de madera. Hombre del campo, hombre de la tierra. Pero la suya se la quitaron hace diez años. “Y ahora tengo una hipoteca de 300 euros por 25 años”, lamenta el hombre, de 70 años. Todavía vive en la pedanía valenciana de La Punta, al sur de Valencia, en una de las casas de color verde cerca de donde creció. Pero no en su huerta. No en la casa que fue de sus abuelos.
“¿Qué va a pasar ahora? No sabemos. Tienen que empezar de nuevo, pero ¿cómo van a hacer la declaración de impacto medioambiental de la huerta de Valencia si aquí ya no queda nada?”, cuestiona Carmen González, presidenta de la Asociación de Vecinos de La Punta. El pasado 6 de julio el Tribunal Superior de Justicia (TSJ) valenciano confirmó la ilegalidad del plan por el que fueron expulsados de la ... la Zona de Apoyo Logístico portuaria (ZAL), que no midió el impacto ambiental.
Cuando la lucha empezó en mayo de 1993, más de 300 familias llevaban generaciones viviendo en comunidad en los 750.000 metros cuadrados de huerta protegida. Casas y alquerías antiguas rodeadas por campos verdes eran parte de un escenario rural en medio al caos urbano de Valencia. “Pero en esa época descubrimos de forma accidental que la compañía Iberdrola pretendía montar una subestación eléctrica”, cuenta Carmen.
En marzo de 1994, el expresidente de la Generalitat, Joan Lerma (PSOE), la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá (PP) y la Autoridad Portuaria de Valencia firmaron un protocolo de actuaciones para construir la ZAL. Se trataba de un proyecto “urgente” para aumentar el área aneja al puerto y ampliar su capacidad de almacenaje de mercancía. En junio de 1998, el Consell finalmente aprobó el plan para aumentar el patrimonio municipal de suelo con la adquisición de los terrenos de la huerta. La expropiación era solo una cuestión de tiempo.
“Los peores años fueron 2002 y 2003”, recuerda Carmen. Años de lucha para los vecinos de La Punta, que contaron con la ayuda de casi 40 jóvenes que ocupaban sus casas. Richard Mateo era uno de ellos. “Muchos vendían por presión y las casas se quedaban vacías y destrozadas. Por eso la estrategia era ocuparlas y rehabilitarlas”, cuenta.
Pero los que no aceptaban vender fueron expropiados a la fuerza. Y por sorpresa. “Nosotros lo que hacíamos era levantarnos temprano y plantarnos allí en el campo hasta que vinieran las maquinas, que llegaban escoltadas por la policía. Resistíamos y al final nos echaban. Y así íbamos de campo en campo, de casa en casa”, recuerda Richard.
Eduardo Soler resistió. Llegó a ser arrestado por impedir que las maquinas avanzaran, pero no pudo evitar la expropiación de su casa. Dos días después, su mujer dio a luz. “Intentamos una paralización judicial, pero no la concedieron”. Su madre, Maruja la Fiscalera, fue desalojada días después. Era julio de 2003.
Para Carmen, que había sido expropiada cinco meses antes, este fue el final de la lucha. “Empezamos solos y terminamos solos. Y de los 300 vecinos que apoyaron en principio, se quedaron solo 47 luchando hasta el final”. Richard lamenta: “Valencia perdió una manera de vivir, un pulmón verde y el poder de consumir verduras de calidad de una de las tierras más fértiles del mundo”.
Muchos decidieron quedarse en una de las casas de color verde construidas para los expropiados en una pequeña zona de lo que fue la huerta. Como el propio Eduardo, de 40 años. Pero Josefa se queja: “Mi marido tiene alzhéimer y de los 1.300 euros de pensión, 500 son para la hipoteca. ¿Teníamos la necesidad de pagar una vivienda en la vejez?”. “La casa no está mal, pero la otra mi abuelo la construyó para casarse con mi abuela. Y eso no se paga con dinero”, afirma Salvador. Eduardo resume el problema: “La hipoteca fue de 24 millones de pesetas [150.000 euros]. Pero pagaron 17 millones [100.000 euros] por mi terreno, que valía 55 millones [330.000 euros]”.
Valencia perdió una manera de vivir, un pulmón verde en la ciudad.
Francisco Martí tuvo la suerte de quedarse en una de las pocas casas que no fueron derribadas por estar protegidas, pero conserva con pena una lista de todos los afectados. Otros, como Carmen González, prefirieron irse y empezar de nuevo. Hoy, con 61 años, vive en una aldea fuera de Valencia y es secretaria de organización de la Coordinadora de Agricultores y Ganaderos de la Comunidad Valenciana. “Pero nunca seremos las mismas personas. Nos obligaron a perder nuestras raíces, nuestra historia, nuestro modo de vida. Yo era una persona dulce, alegre. Ahora hablo con rabia, con ira, con dolor”.
¿Los culpables? Carmen está segura de quiénes son. “El primero que tiene que ir a la cárcel es Juan Cotino, que era delegado de Gobierno y que, en contra de una resolución judicial, ordenó las expropiaciones a la fuerza. Y también Rita Barberá, Joan Lerma y las autoridades portuarias que firmaron el protocolo”.
Veinte años de lucha y la huerta está hoy urbanizada. La ZAL, sin embargo, todavía no funciona y la sentencia del TSJ confirma la ilegalidad del proceso. Veinte años de lucha, pero las preguntas son las mismas. “¿Qué va a pasar? ¿Quién me va a compensar a mí, que no podré llevar a mis nietos a que vean sus raíces?”, pregunta Carmen.
Mientras, Julio sigue pasando todos los días delante de la huerta que fue suya. Mirando hacia una zona de terreno expropiado, apunta con el dedo y afirma: “Mi casa estaba allí. Mi barraca, al lado. Y mi tierra, alrededor”.
FUENTE: EL PAIS
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