Al paladar le cuesta distinguir los restos de heces en una tarta de chocolate, el ADN del caballo en una hamburguesa o cualquier otro intruso químico no deseado en la comida. Pero la confirmación de su presencia alarma a una sociedad obsesionada por la salud y las calorías.Al principio es un misterio pensar en cómo aparece materia fecal en un postre de Ikea. Pero la respuesta tiene un nombre: globalización alimentaria. Gracias a ella, el recorrido medio de un producto comestible es actualmente de unos 5.000 kilómetros diarios por todo el planeta.
No se puede esperar menos, pues, de una hamburguesa formada por carne de mil vacas distintas o de la mayoría de los productos del supermercado, que han viajado por al menos tres continentes y han pasado por muchas manos hasta llegar al plato. Son los productos viajeros que durante su aventura por el mundo recogen de cada lugar un pequeño recuerdo: un aditivo por aquí, un envase por allá. Y regresan a casa convertidos en un vuelta y vuelta, rebosantes de color y en su mejor forma.
En la vuelta al mundo de costes mínimos y sin seguros de viaje, un producto destinado a la industrialización ve realidades muy crudas. En el universo de los productos químicos le acompañan también consecuencias como deforestación, cambio climático, enfermedades, hambre, evasión fiscal, desperdicios, sobreproducción, fraude... Todos ellos consecuencias directas de la industria alimentaria que se preocupa más por sus ganancias que por la salud de sus compradores.
Juego de adivinanzas
«Se dice que somos lo que comemos y este es un modelo agrícola de pesticidas y aditivos que tendrá consecuencias directas sobre nuestra salud», lamenta Esther Vivas, investigadora de políticas agricoalimentarias. «De hecho, en los últimos años se ha visto que el número de enfermedades relacionadas con el consumo de determinados productos haido en aumento, incluso el cáncer», añade. Existen aditivos que además de espesar, dar forma, color y sabor han provocado el aumento de casos de obesidad, diabetes y tumores malignos. «Por ejemplo, el aspartamo es un edulcorante no calórico que endulza sin ser azúcar y que está en la mayoría de productos light. Está comprobado que es cancerígeno», explica Vivas. ¿Por qué no se retira inmediatamente del mercado? «Los intereses corporativos consiguen callarlo», concluye la experta. Así, son muchos los componentes químicos que nos tragamos al consumir comida industrial, y las consecuencias que pueden provocar al organismo no están escritas en la etiqueta.
Ese pequeño recuadro de los productos donde apenas se entiende qué químicos incluye es otro juego de adivinanzas. Los fabricantes utilizan nombres que sirven de tapadera de las sustancias que pueden resultar dañinas para la salud de sus consumidores. Por ejemplo, el potenciador de sabor es lo mismo que el glutamato monosódico, y que es lo mismo que el ingrediente E621. Tres nombres distintos para idéntica capacidad nociva para la salud.
Es curioso que este producto estrella -que reafirma aquello de cuando haces pop, ya no hay stop, y que responde también al síndrome del restaurante chino porque la ansiedad y el apetito voraz son sus consecuencias principales- se encuentra en una inmensa cantidad de productos industriales y por ley no está establecida la cantidad máxima que se le puede añadir a las comidas. En las patatas fritas se encuentran hasta cuatro o cinco gramos por kilo.
Colorante prohibido
Los aromas tampoco están especificados, mientras que la ley establece que los productos que contengan este aditivo deben incluir el término en sus etiquetas seguido de una designación que concrete cuál es. Muchos no lo cumplen.
Otro caso que pone de relieve los trapos sucios de la industria alimentaria es el del famoso colorante que tiñe las bebidas de color caramelo o café. Etiquetado como E150d, el uso de este aditivo está prohibido en España por la presencia de amoniaco en su proceso de elaboración. Sin embargo, los productos que llevan este químico sí se venden en nuestro país porque no están fabricados aquí. Y, para colmo, el Programa Nacional de Toxicología de Estados Unidos demostró con pruebas en animales que es cancerígeno.
La lista de peligros continúa. El conservador E250, nitrito de sodio, es el producto que da buen color a la carne y a los embutidos. Pero además de eso, estudios realizados por el Instituto Tecnológico de Massachussets indican que en los animales fomenta la aparición de leucemia y cáncer de mama. ¿Y en los humanos? No hay estudios para saberlo.
También hay discordancias legislativas en el uso del edulcorante E952. En Estados Unidos está prohibido desde 1970 debido a sus posibles efectos cancerígenos, pero en muchos países aún está autorizado y se utiliza en un sinfín de productos, entre ellos las bebidas gaseosas, yogures y pasta de dientes.
Panorama incierto
«Actualmente, nuestra alimentación está en manos de unas pocas multinacionales: desde la semilla que crece hasta su distribución», explica Esther Vivas. Así es la globalización del sector alimenticio, que ha convertido la seguridad de lo que se come en algo tan incierto como predecir el futuro.
Quién se encarga de controlarlo y qué riesgos existen al ingerir determinados alimentos es algo que no está muy claro todavía. ExisTen demasiadas estrategias, entidades de certificación y normativas que confunden al consumidor y que favorecen los intereses de las grandes corporaciones alimentarias. A nivel internacional se dan muchas contradicciones. Por ejemplo, en Europa se cuestiona el uso de los transgénicos mientras que en Estados Unidos están permitidos. Lo mismo ocurre con los aditivos prohibidos en Francia y Canadá pero en España son legales.
Cada país asume, en función de los intereses empresariales, distintos niveles de responsabilidad en relación con la salud de la ciudadanía. «Es difícil incidir en la cadena alimentaria porque la manejan compañías muy poderosas, y el proceso por el que pasa una semilla desde que se siembra hasta que el resultado llega al consumidor se alarga demasiado», afirma la investigadora de políticas agroalimentarias.
Campesinos sin voz
El problema no es solo la falta de transparencia ni de claridad en las políticas de consumo, sino que, además, gobiernos y sector privado actúan conjuntamente mientras que el propio campesinado apenas tiene un papel en los debates. «Las agencias deberían garantizar la seguridad alimentaria pero hay un conflicto de intereses claro entre ellas y la industria», añade.
«Lo ideal sería que la gente dejara de consumir tantas cosas del supermercado y se buscara su propio camino: los productos ecológicos o, por lo menos, aquellos que son frescos y de temporada», afirma Gustavo Duch, experto en soberanía alimentaria y expresidente de Veterinarios sin Fronteras. «No nos planteamos lo suficiente lo malo que es este modelo», agrega.
El debate preocupa más que nunca desde que los problemas de la industria alimentaria han estado protagonizados durante las últimas semanas por la carne de caballo, las bacterias coliformes y los numerosos productos químicos con los que se adereza la comida industrial. Como consecuencia, las multinacionales han retirado algunos de sus productos de un mercado que muchas otras veces se ha visto sacudido por escándalos de fraude, en la mayoría de los casos con resultados mortales. El aceite de colza, las vacas locas, la crisis del pepino, la gripe aviar, la leche infantil en China son algunos ejemplos más que demuestran que realmente no se sabe lo que se come.
«El conflicto se da también en la dificultad de certificar que un producto sea nocivo o no, ya que la cantidad de una sustancia que puede llegar a consumir una persona es algo que no se puede controlar», explica la fundación Alicia, que se dedica a la investigación de la innovación tecnológica en la alimentación.
La entidad asegura que se necesitan muchos ensayos clínicos para garantizar las consecuencias negativas que puede producir la ingesta de determinadas sustancias, y pone como ejemplo las gomas de mascar. «Se dice que tienen efectos laxantes debido al tipo de edulcorante que llevan los chicles sin azúcar, por ejemplo el sorbitol. En consumos muy elevados tiene ese efecto secundario, pero no se sabe cuántos chicles se puede llegar a comer una persona al día. Y no son productos nocivos si no se consumen en dosis muy elevadas», explican. «Son los fabricantes quienes deben poner en la etiqueta que un consumo elevado puede provocar este efecto», añaden.
Algunos consejos de los expertos en alimentación para limitar al máximo la entrada de elementos tóxicos en el organismo son, principalmente, adquirir productos frescos y evitar ir al supermercado, en beneficio de la compra en tiendas ecológicas o mercados. De esta forma se abastece la despensa con productos más sanos, porque en el momento de su recolección mantienen intactas sus propiedades, y además, se contribuye al medioambiente, porque se respeta el ciclo natural de cada zona de producción.
Intereses económicos
Es mejor comprar alimentos de origen próximo ya que, cuanto más largo sea el camino que recorren desde la captura o recolección al plato, más fraudes se suman. También se aconseja evitar las grasas trans, que favorecen el aumento del colesterol, ciertos aceites vegetales como el de palma, así como el aspartamo. Sustituir los zumos industriales por los naturales y restringir las conservas de bote son otras de las recomendaciones para una buena alimentación.
Otro frente abierto en el complejo panorama de la industria alimentaria es la fuerza de las organizaciones que fomentan el uso de elementos químicos sospechosos en los productos del supermercado. Los intereses económicos ganan a la salud de las personas. Y cabe plantearse por qué el pan de molde está blando tantos días mientras que el artesanal no dura ni 24 horas. O, como dice Esther Vivas, plantar cara a la comida basura con un «I'm NOT lovin it».
Fuente: elperiodico.com
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