Recientes anuncios sobre la apertura de una planta de producción de semillas de Monsanto, una nueva soja transgénica, y un proyecto para modificar la ley de semillas, fueron tomados por algunos como parte de un mismo proceso que favorecería a la multinacional. Sin embargo, los escenarios que se abren pueden ser mucho más interesantes y complejos. La anterior ley de semillas data de 1973, y si bien se le han ido incorporando modificaciones desde entonces, hace años que hay proyectos para reemplazarla por una nueva ley que permita regular la propiedad intelectual de las innovaciones en el sector y esta vez parece haber grandes chances de que así suceda.
Las innovaciones en semillas, en particular mediante la transgénesis, permiten aumentar la productividad de las cosechas, solucionar problemas de los cultivos e incluso usar las plantas como fábricas para producir diversas cosas. Pero la propiedad intelectual de esas innovaciones no es un tema menor, pues determina la posibilidad de apropiación de esos conocimientos. Así, analizar quién desarrolla y quién se apropia del conocimiento resulta clave para entender las dinámicas del sector.
Según el economista Eduardo Trigo, entre 1996 y 2010 los productores agrícolas se habrían quedado con el 72,4 por ciento de los beneficios económicos de la soja transgénica. El Estado, a pesar de no haber podido implementar el sistema de retenciones móviles con la Resolución 125, retuvo el 21,2 por ciento. Mientras que las empresas productoras y multiplicadoras de semillas y de otros insumos, tales como herbicidas, se habrían quedado con un porcentaje mínimo.
Las empresas productoras de semillas se quejan de que los productores no les pagan las regalías por las semillas que han desarrollado y que en esas condiciones es muy difícil innovar. Se supone que el productor agrícola paga por el uso de la tecnología al comprar la semilla, pues en el precio de ésta se incluye el valor agregado por la innovación. Sin embargo, los productores agrícolas pueden evitar el pago del precio de las semillas. Es que hay ciertas especies, denominadas autógamas, que tienen la capacidad de autofecundarse y, por ende, generar semillas idénticas a la planta madre. La soja es una de ellas. De modo que los productores agrícolas pueden comprar la semilla de soja una vez y luego utilizar semillas de la propia cosecha o venderlas en el mercado negro a menor costo que las semillas fiscalizadas. Lo primero es legal, pues la legislación argentina contempla lo que se llama “excepción del agricultor”, que consiste precisamente en permitir el uso de semillas de la propia cosecha. Esta excepción cumple un fin socialmente importante, por cuanto evita que la pequeña agricultura de subsistencia se vea obligada a pagar por el uso de las semillas. Lo llamativo es que los productores de soja en la Argentina no necesariamente pertenecen a este perfil, sino que suelen poseer numerosas hectáreas, costosísima maquinaria agrícola y hasta sistemas de agricultura de precisión mediante el uso de satélites. Pero si pueden evitar pagar por las semillas, lo hacen.
El Ministerio de Agricultura está realizando consultas para lanzar lo que sería una nueva ley de semillas. Allí se restringiría el derecho de uso propio de las semillas. El peligro sería descuidar a los agricultores de escasos recursos, pero en la medida que la nueva ley contemplaría el uso de la semilla propia para la agricultura familiar, los mismos quedarían a salvo. En definitiva, se trataría de acotar la “excepción del agricultor” en función del tamaño de éste, obligando a los productores grandes a pagar por las semillas utilizadas. Y todas las semillas transgénicas que hay en el mercado han sido desarrolladas por multinacionales.
En ese sentido, el cambio en el régimen de propiedad intelectual de las semillas implicaría la transferencia de una parte de las ganancias de la gran burguesía agraria local hacia las grandes multinacionales semilleras. Curiosamente, la posibilidad de este escenario no generó mayores conflictos, a diferencia de la situación producida cuando el Estado intentó disputar esas ganancias.
Monsanto ya había avanzado en acuerdos privados con los productores, mediante los cuales se había asegurado el cobro de regalías por el uso de su próxima soja transgénica, la RR2. En ese marco, la nueva ley de semillas no les otorgaría nada nuevo a las perspectivas de Monsanto, sino que garantizaría un nuevo marco de propiedad intelectual para todos aquellos que innoven en el área.
Las innovaciones en semillas pueden generar muchos beneficios económicos para productores y semilleras, pero la capacidad de apropiación de esos beneficios por parte del resto de la sociedad es otro tema. La agricultura intensiva en capital y tecnología genera muy poco trabajo directo –cuando no lo expulsa–, aunque aumenta el empleo indirecto en el transporte, maquinaria agrícola, aceiteras, acopio de granos y servicios varios. En cuanto a la soja transgénica, aunque claramente no se trata de industria pesada, tampoco es una simple commodity, no sólo por la tecnología incorporada en su producción, sino porque la mayor parte se exporta manufacturada como harinas, aceites y biodiésel. Además, el complejo sojero argentino genera el 25 por ciento de las divisas que ingresan por exportaciones.
La concentración de las innovaciones agrícolas en manos de las multinacionales genera no pocos inconvenientes. En primer lugar, éstas no se ocupan de desarrollos que podrían presentar una utilidad local, pues sólo se interesan por cultivos que puedan explotar globalmente. Así, por ejemplo, el maíz transgénico con resistencia al Mal de Río Cuarto no está en la agenda de las multinacionales. Además, este tipo de empresas gira gran parte de sus ganancias a sus casas matrices, donde realizan todas las innovaciones.
Los organismos locales pueden dar lugar a otro escenario. El Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria ha desarrollado gran parte de las variedades de cultivos que se emplean en la Argentina, y fue una de las primeras instituciones de América latina en obtener plantas transgénicas. Ha pasado de tener un presupuesto de 100 millones de pesos en 2002, a 1600 millones en este año, duplicando además su personal. Otras instituciones también han realizado innovaciones en el área, como la Universidad Nacional del Litoral, que ha patentado en diversos países genes que les otorgan a los cultivos una mayor resistencia a la sequía. Con tradiciones científicas que lograron subsistir con magros recursos durante la década del ‘90, esas instituciones presentan muchas más capacidades en la actualidad.
El desafío, entonces, es pasar de otorgar recursos a lograr una planificación integral de los desarrollos tecnológicos. Que organismos públicos produzcan cultivos transgénicos permitiría superar la dependencia tecnológica de las multinacionales en el área agrícola e incrementar los recursos para el sector público, que podría así disponer de mayores márgenes para distribuir la riqueza. Para ello no es menor garantizar que los productores, sobre todo los de gran tamaño, paguen también por el uso de esas innovaciones
Fuente: pagina12.com.ar
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