Tal como viene ocurriendo en casi todos los órdenes de la vida contemporánea, la ciencia y la tecnología también están irrumpiendo en el agro en forma creciente. Aun más allá de los meros intereses económicos, esto es el incremento de la competitividad y de la rentabilidad de las actividades productivas e industriales y del natural impulso de las sociedades humanas hacia el desarrollo, acrece de continuo la demanda social hacia mejores y más abundantes alimentos, por una parte, y la de materias primas en general, por otra. Ocurre que la población aumenta no sólo en forma cuantitativa, sino también de manera cualitativa, procurando mejoras en la calidad de vida individual y colectiva.
Desde otra perspectiva, esta situación impacta en los ecosistemas del mundo entero, generando distorsiones y alteraciones –y a veces destrucción– de los recursos naturales que los conforman. Agua, suelos, vegetación y fauna de todas las latitudes y longitudes de nuestro planeta acusan impactos negativos tales como degradación, contaminación, erosión y el propio cambio climático. Es entonces comprensible que aquellas mismas instituciones de ciencia y tecnología se ocupen de estudiar y corregir estos fenómenos, buscando procedimientos de remediación y –en última instancia– hacer más eficiente y eficaz nuestra presencia en el mundo. En este sentido, alguien ha dicho que “probablemente el rol filosófico- político del hombre frente a la naturaleza –y como parte de ella– sea administrarla con el conocimiento y la adecuada educación ambiental”.
En los últimos tiempos han estado circulando por las redes informáticas, no muy bien fundadas, críticas a la utilización de agroquímicos, algo así como una campaña antiempresaria –y en rigor veladamente anticientífica y antitecnológica– como si se tratara de denunciar y combatir malévolos agentes del mal que pretenden arrasar con la naturaleza y los grupos étnicos marginales o pequeños agricultores, sus mujeres, niños y familias, sumiéndolos en enfermedades incurables y condenándolos a una muerte segura.
Pareciera –una vez más en la historia– que no se reparara en que gracias a la ciencia, a la tecnología y en especial al fenomenal desarrollo del conocimiento de los fenómenos físico-químicos y biológicos naturales, como nunca antes la humanidad, gracias al esfuerzo y a la aplicación de las universidades y centros de investigación de todo el mundo se han logrado controlar epidemias y enfermedades terribles, desarrollar ingenierías racionales, innovar en el aprovechamiento de fuentes renovables de energía, balancear la nutrición humana, abaratar y mejorar la conservación de los alimentos, aplicar positivamente recursos genéticos, suplir sistemas de transporte y comunicación obsoletos y un sinnúmero de avances concretos en la medicina, la agronomía, la farmacología y la salud del medioambiente.
Entonces, circulan campañas contra del uso de agroquímicos (en particular pesticidas y herbicidas) y a la transgénesis, esto es el cambio de las estructuras genéticas de algunas plantas de cultivo y animales de carne, leche o lana, prácticas que se realizan en procura de dotarlos de resistencia a plagas y enfermedades o a situaciones críticas de aridez y medioambiente hostil. Se alude a aplicaciones masivas, descontroladas y hasta insidiosas que destruyen el equilibrio ambiental o que contaminan suelos y fuentes de agua potable. Y en el revoleo de críticas cae también el cultivo de la soja, como si esta planta fuera la octava de las plagas bíblicas.
Es cierto que ocurren aplicaciones no idóneas, vertederos clandestinos o efectos bioquímicos no deseados. Pero siempre han aparecido las soluciones y las formas de remediación. No precisamente desde las barricadas, los piquetes o las absurdas propagandas seudoecologistas mediante fotografías trucadas y jovencitas pulposas con camisetas verdes, sino a través del conocimiento y nuevas aplicaciones científico-tecnológicas investigadas y creadas desde las mismas universidades y centros de excelencia, nacionales e internacionales.
En cuanto a la soja, cabría recordar que es una planta leguminosa que, gracias a la asociación simbiótica de sus raíces con bacterias del suelo, es capaz de fijar significativos volúmenes de nitrógeno atmosférico hacia el sistema agrícola. Y el nitrógeno es un elemento químico fundamental para el crecimiento de las plantas en general y la producción de proteínas en particular; es un nutriente indispensable para toda la cadena trófica y para la equilibrada nutrición humana. Y la soja es muy rica en proteínas.
Numerosos informes científico-técnicos generados desde el Ministerio de Agricultura y Ganadería de la Nación y desde el INTA de las zonas cerealeras argentinas han puesto en evidencia que gracias a la rotación del trigo, maíz y otros cereales con la soja, este aporte de nitrógeno natural de la leguminosa al suelo con sus rastrojos permitió revertir la tendencia decreciente de los rendimientos y de la calidad de los granos –en particular del trigo– que venía ocurriendo desde 1930 hasta bien entrada la década de los 70, cuando el cultivo de la soja comenzó a expandirse significativamente en nuestro país. Desde luego que cualquier cultivo repetido año tras año en la misma parcela es dañino y poco rendidor a lo largo del tiempo. La soja no escapa a este axioma agronómico. Pero creer que cultivar soja racionalmente es caer en las redes del mal, es una apreciación equivocada; cuanto menos, fruto de una supina ignorancia.
En rigor, la realidad de los hechos ha mostrado que el desarrollo y aplicación de nuevos plaguicidas y herbicidas, así como otros avances tecnológicos, lejos de causar daños irreparables, han venido a ampliar las fronteras agropecuarias, el abastecimiento local, regional y mundial de alimentos y brindado a los agricultores del mundo nuevas herramientas para producir y mejorar la calidad de vida de sus respectivas familias. Por cierto que el exceso, la formulación equivocada, el manejo desaprensivo y las aplicaciones fuera de norma y control pueden ser muy dañinos, hasta letales en algunos casos.
Adviértase sin embargo que esta situación de hecho también podría encuadrar a un sinnúmero de fármacos, drogas, bebidas alcohólicas, antibióticos, detergentes y miles de productos de las industrias químicas y farmacéuticas modernas. Muchos hábitos de consumo que llevan hacia la dependencia y el vicio son tanto o más nocivos que los agroquímicos utilizados irresponsablemente o como medios de agresión masiva.
Es cierto que el uso irracional o desmedido de agroquímicos puede causar –y ha causado– graves deterioros medioambientales y a veces ha lesionado la salud de grupos humanos, haciendas o los propios vegetales y animales silvestres. También, que las guerras y rivalidades políticas, religiosas o étnicas se han nutrido de estos mecanismos para sembrar el terror, la destrucción de campos enteros y la muerte de millares de personas. Pero debe comprenderse que el uso racional y cuidadoso de agroquímicos, respetando dosis, momentos y formas de aplicación recomendadas, es insustituible en la agricultura comercial moderna y aun también en la de alcance familiar o comunitario.
Por eso, una vez más cabe exhortar al conocimiento, al uso racional de los recursos tecnológicos y a la difusión de buenas prácticas de aplicación. Quienes son tan afectos a difundir mensajes de terror y “alerta” sobre los “agentes internacionales del mal”, deberían meditar y recurrir a fuentes de información serias, responsables y acreditadas. Después de todo, ni la ciencia ni la tecnología son “buenas” o “malas” en sí mismas.
Por fortuna, junto al fenomenal avance científico-tecnológico de nuestro tiempo, también acrece la responsabilidad social empresaria, la legislación de protección medioambiental y la medicina legal. Como sabiamente lo esquematiza el diagrama del ying y yang oriental, la maldad o la bondad de los actos estriba en el ser humano. Un pesticida es como un bisturí: podrá sanar o matar, según quién, cómo y para qué lo use. Allí está el nudo de la cuestión.
Ingeniero Agrónomo Carlos Abadie
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