La idea parecía perfecta: modificar genéticamente cultivos como el maíz o el algodón para producir una proteína procedente de una bacteria capaz de matar las plagas. Se conseguía este objetivo sin afectar al resto de la fauna, evitando el uso de pesticidas y aumentando las cosechas y, por tanto, los ingresos de los agricultores. Sin embargo, la combinación entre las leyes de la evolución y una selección no natural está provocando la aparición de insectos cada vez más resistentes.
Desde que se cosechara el primer maíz transgénico con capacidad insecticida en 1996 en Estados Unidos (y dos años más tarde en España), el cultivo de organismos genéticamente modificados (OGM) no ha dejado de crecer. De las 1,7 millones de hectáreas de aquél año se ha pasado a 170 millones en 2012, según el Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones Agro-bio.... Cuatro son los cultivos principales, maíz, algodón, soja y colza. En países como Estados Unidos o Brasil, dos de los principales productores, las variedades OGM ya suponen entre el 70% y el 90% de la producción, dejando el resto para variedades naturales.
Ahora, tras 400 millones de hectáreas acumuladas cultivando algodón y maíz, un grupo de científicos ha realizado el mayor estudio sobre el principal miedo que provocan los OMG que no es ni su impacto en la salud ni en el medio ambiente, sino la aparición de insectos resistentes. Las versiones modificadas genéticamente portan una toxina procedente de la bacteria Bacillus thuringiensis (Bt) que ataca al tejido digestivo de varias especies de coleópteros y lepidópteros.
“Cuando se introdujeron los cultivos Bt, la cuestión clave era cómo de rápido se adaptarían las plagas y desarrollarían resistencia”, dice Bruce Tabashnik, responsable del departamento de entomología de la Universidad de Arizona (Estados Unidos) y coautor del estudio publicado enNature Biotechnology. Tabashnik no es contrario a los GMO. De hecho, tiene registrada una patente sobre la toxina de la Bt y, en estudios anteriores (no en este) ha recibido financiación de tres de las principales compañías que se dedican a este negocio como son Dow AgroSciences, Monsanto y Bayer CropScience.
La investigación de Tabashnik, en la que han participado también dos expertos franceses, revisa 77 estudios científicos sobre 13 plagas en ocho países, entre ellos España, centrados en las distintas variedades de algodón y maíz Bt. Han comprobado que, en 2010, había casos bien documentados de resistencia a cinco grandes plagas. En 2005, sólo se sabía de una. En varios casos, la resistencia ha aparecido sólo dos o tres años después de la comercialización de la nueva variedad de semillas modificadas. El número de casos se dobla si se computan aquellos en los que los ejemplares resistentes suponen menos del 50%. En otros tres, ha aparecido una resistencia incipiente con una población adapatad inferior al 1%.
Sin embargo, también existe el ejemplo contrario, con zonas que llevan cultivando GMO desde hace 15 años y no han detectado insectos inmunes a alguna de las variedades de la toxina, denominada Cry. Aquí entran los estudios que recogen la evolución en España, principal productor de GMO de Europa. “Ambos extremos responden a criterios evolutivos”, sostienen en su estudio.
Las leyes de la evolución son las que son. En un entorno natural, la hostilidad del medio hace que entre en juego la selección natural. Bajo su presión, los individuos desarrollan estrategias de adaptación. Una mutación genética azarosa puede permiter la supervivencia de unos pocos que transmiten su ventaja a su descendencia. En el caso del maíz y el algodón Bt, el mecanismo es el mismo. Como dicen en su trabajo, los científicos no se planteaban si aparecería o no resistencia sino cuándo lo haría.
La clave para frenar la evolución hacia plagas hiperresistentes, un fenómeno que tiene muchos paralelismos con la resistencia a los antibióticos, es triple. Por un lado, es fundamental mantener altas dosis de concentración de la toxina Cry. Cuanto más alta, es menos probable que el número de orugas supervivientes sea elevado, con lo que se reducen las posibilidades de transferir su resistencia a nuevas generaciones. Otro elemento que no está bajo el control humano es el carácter recesivo del alelo que porta la mutación resistente. Por último, la gran muralla son los refugios. La combinación de zonas cultivadas con algodón o maíz Bt y áreas sembradas de variedades sin modificar convierte a éstas en reservorios de insectos no resistentes. Su apareamiento con los escasos supervivientes de las otras hace que, en teoría, se reduzcan aún más las probabilidades que tiene la resistencia de medrar.
Pero son demasiados factores a tener en cuenta. Y lo muestra el mapa de la resistencia. Los países menos desarrollados, que ya son los principales productores de cultivos transgénicos, son los que concentran la mayoría de los casos de desarrollo de plagas resistentes. Aunque en sitios como India la legislación sobre refugios es la misma que en Estados Unidos, su puesta en práctica está siendo muy deficiente. En este último país, también han surgido casos pero aquí la gran extensión de cosechas OMG , 70 millones de hectáreas, y el mayor número de años acumulados, provocan una distorsión estadística. Para los autores, hay una correlación entre la aparición de resistencia en los insectos y una mala gestión de los cultivos.
Lo que también muestra el estudio es la creciente dependencia de los agricultores del mundo de las compañías biotecnológicas. A la resistencia a la primera generación de semillas Bt, empresas como Monsanto han respondido con nuevas variantes de la toxina, con semillas portadoras de dos y hasta tres versiones de la proteína en la suposición de que un insecto puede hacerse resistente a una pero no a otra. Aún es pronto para saber si estas nuevas formulaciones acaban por inducir la aparición de plagas multirresistentes.
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